No, no estuve en Sevilla y sí, lo sé, es algo de lo que me arrepentiré hasta el final de mis días. Aunque tal vez, dada la muy difícil logística del viaje seguramente me habría arrepentido del resto de las 22 horas y treinta minutos restantes, quién sabe…

Sólo he acudido a una final (a partido único) de nuestro Valencia y en épica e historietas que contar a los nietos ya voy sobrado: hacía mucho sol en aquella tarde madrileña y mirábamos con gallardía a la afición del Deportivo de la Coruña, “El equipo de Liaño que espere otro año” rezaba una pancarta. No estuve tres días después… Una final a la que acudí que acabó sin victoria ni derrota, así que mi cuadro estadístico para la superstición permanece inmaculado.

Desde hace ya varios años (cualquier valencianista puede hacer las cuentas) he decidido vivir las emociones extremas con cierta insensibilidad premeditada. Nunca nada provocará tanto sufrimiento y dolor como lo sucedido en Milán, así que intento marcar fuerte una coraza emocional que, entendámonos, no me ha impedido disfrutar los triunfos de la era gloriosa pero no anticiparlos ni esperarlos. Digo esto porque el previo de la final fue especialmente tranquilo. Mi pequeño estaba jugando un torneo de fútbol y estaba más pendiente de los prebenjamines que de la gran final del Centenario. Algo parecido sucedió con el gol de Rodrigo (Bueno! Bueno! Bueno!) en el que solo me levanté de mi butaca en Mestalla cuando el balón alcanzó la red, de lo imposible que creía, profilaxis mental mediante, que fuera a firmarse la épica remontada.

Así que al llegar a casa y ducharme tras la tarde bajo la solana y el eco de pequeñajos soñando tras el balón conecté La1 y me dispuse a ver un partido, un partido más, sin nada que perder y mucho que ganar. Sin embargo, llegado el momento de la espectacular lona de Lawerta y leídos y vistos los mensajes y vídeos de mis compañeros y amigos de Café Mestalla, Últimes Vesprades y demás camaradas en Sevilla, debí rendirme a la evidencia, las pulsaciones empiezan a subir algo más de lo normal y el gusanillo en el estómago empieza a captar la totalidad de los sentidos.

Gol de Gameiro, Gol de Rodrigo, el equipo está aplicando el manual, el único manual posible, para vencer al Barcelona: Juntar líneas, cerrar paredes y penetraciones y salir a la contra. Un manual que no garantiza el éxito pero que es la única vía posible para ello.

No vi la segunda parte, si acaso furtivas visitas al salón donde mi hijo aguantaba, con la estoicidad que genera la inconsciencia, para leer en la esquina superior el minuto de avance. Más adelante descubriría que en la cocina de mi casa, al fondo del pasillo transitado cual Loco Bielsa, había también un reloj, así que la mente se puso a carburar en suma y resta de minutos para el final. No quiero pensar que habría sucedido en el campo.

Sí, con la primera oportunidad de Guedes pronuncié palabras prohibidas en arcanos antiguos. Que me perdone el portugués, me parece buen chico y excelente jugador. En más de una docena de estados del planeta sería ejecutado por la utilización de los términos en los que me dirigí a la pantalla (y a su familia) ante la atónita mirada de mi pequeño y la escandalizada de su mamá.

Y el júbilo, los puños cerrados y la alegría del abrazo familiar, la descarga de adrenalina, la felicidad por la más importante de las cosas que no lo son.

Mestalla la tarde siguiente no despertó en mi grandes emociones, tal vez (error mío) por acudir a otra localidad distinta a mi habitual o el hecho de que el (legítimo y necesario) ambiente festivo y familiar no trasmitiera la autenticidad del bronco y viejo Luis Casanova.

Fue el lunes, primer día de clase, cuando mis alumnos y también cientos de peques de la ciudad evidenciaron lo conseguido: camiseta del Valencia lucida con orgullo, estuche y mochila del murciélago repleta de sueños e ilusiones alcanzadas.

No, no lo necesitan, el ser del valencia no exige ganar pero, seamos realistas, a los peques que aguantan la bravuconería de los Messis y Barças imbatibles y mejores del mundo, es una dosis de por vida el poder “campeonar” el poder resumir que ser del Valencia, aunque no sea lo principal, significa también ganar y ser campeón.

Es la copa que ha inoculado esa dosis a toda una generación de peques valencianistas. Tal es su valor presente y futuro.

Y sí, creo que me arrepentiré todo la vida de no haberla compartido con mi hijo en Sevilla, en fin…

Nos abrazaremos bajo el brillo de la orejona.

 

Pd. Para mi es la copa de “Crosstown Traffic” de Jimmi Hendrix.

Cómo expliqué en la crónica de aquella épica noche, caprichos del auricular, la imagen de Diakhaby metiéndole leña a cinco del Getafe a ritmo de Hendrix es “Mi momento Copa del 19”. Eso sí que lo vi en el campo y nadie me lo quitará jamás.

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