Una reinterpretación de Freud, o más bien un reversionado, puede ser el hecho de la ambición u obligación del hijo para superar los logros conseguidos por el padre, en lugar de matarlo física o figuradamente.

Santiago Mina fue un defensa que jugó en el filial del Barcelona, aunque no pudo triunfar en un grande. Serio, voluntarioso y disciplinado, fue un jornalero del fútbol, y a mucha honra. Desconozco la sensación de ser padre, pero de su simiente procede un vástago que con sólo 20 años ya ha superado (en el fútbol) lo realizado por su progenitor, lo que imagino producirá una extraña mezcla de orgullo y envidia. Digo envidia, sí, porque uno está harto de ver casos donde los padres ponen todas sus esperanzas de un futuro mejor (lo más correcto sería decir más confortable) en el presumible porvenir de su hijo, probablemente porque es lo que les hubiera gustado hacer ellos («vivir los propios sueños a través del hijo»), y también porque el ser humano es contradictorio y no puede evitar sentir cosas que la razón o la conciencia intenta reprimir y censurar. (A su vez es inevitable pensar ante el nacimiento de un hijo sobre la mayor proximidad a la muerte del precursor).

Mina Junior se ha encargado de callar bocas a supuestos gurús mediáticos, de los tantos que degradan la profesión de periodismo (siempre se puede caer más bajo), y sin duda el resugir de su figura es la mejor noticia de la abominable temporada 2015-2016 del Valencia. Todo ello pese al obcecado empeño de sus entrenadores de escorarlo a banda, cuando Mina es delantero, y sus cualidades indican que es ésa la demarcación donde la va a romper. De joven admirador de Cristiano Ronaldo, físicamente el parecido con el portugués de los inicios es innegable, ya que el gallego destaca por poseer unas características físicas privilegiadas en cuanto a altura, fuerza, potencia, velocidad, etc. No obstante, no tiene la técnica individual del astro portugués, y de ahí que Cristiano haya rendido en banda (aunque conforme fue  mejorando sus condiciones físicas y empeorando las técnicas se convirtió en delantero prácticamente puro). Aparte de una velocidad endiablada que recuerda a Claudio López y una potencia comparable a la de Lubo Penev, otra de sus principales cualidades es la inteligencia y la convicción para realizar desmarques, desmarques además en muchas ocasiones largos, que son los que más cansan. Con la parida del jogo bonito (malinterpretado) y el anhelo de imitación al triunfador (con la esperanza de recibir las mismas loas mediáticas) muchos en el fútbol moderno se han olvidado de la capital importancia de los movimientos sin balón, y no solamente para generar una acción que pueda beneficiar al realizador de dicho movimiento, sino a sus compañeros, y por ende, al equipo. Cuando menos, un grave problema del Valencia de los enésimos años precedentes, especialmente con posesión de balón, es la ausencia de este tipo de movimientos (y por añadidura, la ausencia de una filosofía de juego). Por ello es un craso erro encerrar a Mina en banda, sinónimo de castración, cuando como delantero con libertad de movimientos puede hacer tantísimo daño, tanto (obviamente) en contraataque como en juego colectivo organizado. También el Piojo tuvo que jugar de extremo y ser increpado por aficionados y probablemente muchos de los mismos gurús que se mofaron de Mina hasta que enamoró a Mestalla ejerciendo de punta. Porque Mina, pese a que pueda parecer lo contrario, es un oportunista, y aunque también pueda dar la sensación de torpón, su técnica aplicada para ser delantero es excelente. Asimismo, para el espectador es una delicia ver su inconsciente y vigorosa presión: cómo se vacía buscando el beneficio defensivo-ofensivo del equipo. Tampoco debemos menospreciar su visión de juego y capacidad para asistir. Por todo ello y mucho más, Claudio Javier Mina no sólo ha superado a su padre, sino que lleva camino de convertirse en leyenda valencianista, a no ser que los obtusos técnicos profesionales lo impidan.

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